Marc-André ter Stegen, cancerbero de las manos de acero y los reflejos de perdonavidas, empieza a vislumbrar la puerta de salida del Camp Nou. Y lo más doloroso: no es cuestión de contrato —que aún le vincula hasta 2028—, sino de rol, de jerarquías y de nuevas apuestas que cambian la foto de la portería culé.
La llegada del jovencísimo Joan García, una perla que el club considera irrenunciable, y el posible aterrizaje del curtido Szczęsny, han removido las aguas y provocado un tsunami: el mensaje interno es claro, cristalino y sin medias tintas. El portero titular será Joan García. Sí, ese mismo chaval que para muchos aún estaba de prácticas en el fútbol profesional, ahora tendrá los galones que han llevado con dignidad Valdés, Bravo o el propio Ter Stegen. Un relevo generacional obligado, sí, pero también estratégico desde las alturas del club.
Al alemán, nunca amigo de los banquillos ni de segundas filas, le han puesto la carta sobre la mesa. No aceptará —y no se le exige— ser suplente. El club entiende su postura, la respeta y por ello ha dejado la puerta entreabierta para una salida digna, a la altura de lo que ha dado desde que recaló en la Ciudad Condal allá por 2014.
Por supuesto, en este circo romano de rumores y concursos de ofertas, no han tardado en aparecer los nombres ilustres de la jet set europea que tantean el fichaje de Ter Stegen. Del Manchester City de Guardiola —viejo admirador del alemán—, a los proyectos multimillonarios de Newcastle o PSG. Pero si hay un destino que suena con fuerza, es el Galatasaray. Medios turcos, con su particular apetito por la exclusiva, se han apresurado a anunciar que ya habría un acuerdo entre el portero y el club de Estambul. Falta, eso sí, un detalle que nunca es menor: que Barcelona y Galatasaray encuentren el punto de encuentro y el adiós sea, como ambos desean, limpio, caballeroso, sin heridas abiertas.
En la ciudad condal, la dirigencia está dispuesta a tender alfombra roja para la salida del alemán, incluso pactando una rescisión de contrato generosa —pagándole un año— para liberar espacio en una plantilla que vive bajo la sombra del margen salarial y necesita frescura y juventud.
En esta historia no hay espacio para el conflicto ni el rencor. El Barcelona quiere que, si el adiós llega, sea del modo más amistoso posible. Lo merece Ter Stegen, que ha sido emblema, general bajo palos, título y milagro durante la última década. Lo merece el vestuario y también esa afición que coreó su nombre una y otra vez, sin importar nacionalidades ni banderas.
Queda todavía el suspense, la duda razonable de saber si el acuerdo cuajará y cuál será el destino final. Pero lo que parece poco probable, por no decir imposible, es que Ter Stegen acepte ver el fútbol desde el banquillo cuando todavía tiene reflejos y hambre de títulos. 33 años no son nada para un portero en plenitud, aunque su valor de mercado diga hoy 12 millones de euros, él sabe —y lo sabe Europa entera— que su calidad no se mide solo en tasaciones.
Lo cierto es que este movimiento, doloroso pero inevitable, marca el fin de una era dorada y el inicio de otra en Can Barça. Hay gestos que no necesitan explicación: el Barça se despide con respeto de un gigante, y Ter Stegen dice adiós con la cabeza alta, consciente de que a sus 33 años, con varios años por delante de contrato y clubes de postín tras sus pasos, aún le queda cuerda para rato.